miércoles, 30 de julio de 2008

Zoon vehiculón

GALERÍA URBANA
15 de Noviembre de 2007
Año 01, núm. 15
Por José Manuel Ruiz Regil

De lejano parentesco con aquel que definía Aristóteles como el organizado habitante de la Polis; éste, es un sucedáneo motorizado. Su presencia define el ritmo, longitud y apariencia de la urbe; principal habitante de las calles; víctima y predador. Se le localiza con mayor facilidad dentro de las grandes ciudades capitales. Sin embargo, su presencia alcanza aun pequeños poblados, provincias y rancherías, siempre en menor escala. Todo depende del grado de exposición que el conductor fuereño haya tenido con el tránsito de la metrópoli. De ahí sus mañas o habilidad para ganar espacio en la vía pública, sea para transitar o para abandonar su armadura móvil y convertirse en peatón. Este cambio de rol debería permitirle reconocer los errores que comete al volante. Pero al parecer no es así. Al contrario, alimenta la saña con que retoma su condición de conductor para desquitarse con el primero que se le ponga en frente, exhibiendo, casi de manera aleatoria cualquiera de los atropellos que suele caracterizar a estos personajes. Tomemos por ejemplo a Doña Inés, respetable viejecita que aborda su impecable automóvil color perla en una calle tranquila de la colonia De Valle. Una vez frente a volante, calzados los guantes de cuero y encendido el motor, comienza la transformación. Echa miradas adelante, atrás; husmea los espejos con escepticismo; embraga y volantea con una fuerza que en otra circunstancia no exhibe. Se asegura de tener el paso libre y hunde el acelerador. Ella sabe que es mayor, que recibirá consideraciones, que es probable que se distraiga. Y aprovechará su condición para abusar de la cortesía vial. Una vez en el arroyo vehicular buscará cambiarse de carril, anunciando su movimiento a los demás conductores, con la luz parpadeante direccional. Lo hace a sabiendas de que, precisamente por eso, no la dejarán pasar. Y recuerda el consejo de Chelita “aviéntales lámina”. Al llegar a la esquina quedará involuntariamente sobre las líneas cebras. Un peatón pasará rumiando maldiciones y esgrimiendo ademanes de rechazo. Ella le contestará pitando el cláxon con ilusión de que por las bocinas salgan proyectiles letales que eliminen de su vista aquel estorbo, sin tomar en cuenta que es absurdo retar a un transeúnte con 200hp (caballos de fuerza). Se quejará de que haya mucha gente en todos lados. Y que no la dejan pasar. El cambio del semáforo a verde es estímulo para llevar sus frágiles manos enguantadas al cláxon y asestar pitidos al contrincante –perdón, conductor- de enfrente que no avanza, pues va a dar vuelta a la izquierda. Una vez librado el obstáculo se alejará rugiendo máquina y mostrando su dedo cordial al incordiante. Más adelante en el camino establecerá un juego mudo de luces con un ciclista. Al no recibir respuesta, acelerará para pasar rasándolo, indignada de que un transporte tan ligero y menor le estorbe. Quizá el ciclista caiga o al menos se lleve un buen susto y parará a revisar si no le filetearon el trasero. No se arredrará ante los microbuses o taxistas. Sabe que lleva las de ganar, pues su yerno tiene influencias en la Delegación. Cualquier otro que ose ponérsele en frente será tratado como amenaza. Siempre el de adelante será un bruto. Nadie la considera. El “tráfico” será el causante de su malhumor y demoras. Y los polis, una calamidad. Hordas de infractores con licencia que entorpecen más la vialidad que aligerarla.

En estas condiciones el sujeto experimenta una extraña sensación de egocentrismo paranoico que le hace reaccionar como si el mundo entero lo acechara y quisiera sabotear su agenda. No es extraño escuchar excusas como “se me hace tarde”, “me estorbas”, “no me dejan pasar”, “hay mucha gente”. Como si uno mismo no fuera gente, estorbara al otro o no obstaculizara el deseo súbito del semejante. Pero subámonos al taxi de “el rayo”, amable setentón que ha envejecido con la urbe y sus eternos problemas. Ningún embotellamiento le secuestra la sonrisa.

Como él dice, “Si con enojos cambiara la situación, mi joven. Treinta años en este negocio. Pa qué arriesgarse uno...” Mantiene su unidad impecable, con un elegante aroma a vainilla. La franelita húmeda lista para borrar cualquier imperfección del parabrisas. La radio, su mejor compañía. Y por si no fuera suficiente, la banda civil: Voy con un 22 al 18 por 13. Mándame un 40 para La Noria, cambio. Chiflidos, albures, muestras de afecto con los colegas acompañan el trayecto. Mire nomás, pudiéndose cruzar por el puente peatonal, no, ahí se arriesgan a que los atropelle uno. Pero así es la gente. No cambia. Este animal motorizado contribuye al concierto del zoológico vial con sus graznidos, aullidos, rugidos, balidos, convirtiendo las distancias entre uno y otro sitio en una selva donde demostrar una pretendida superioridad no sólo indispensable, sino necesaria para no sucumbir ante la urgencia ajena: sublimación de las frustraciones, resentimientos y complejos que desquician el transporte particular de la urbe.
Cuestión de fe o cada quien su neura

“Conozco a esos plebeyos, soy uno de ellos”
Joan Manuel Serrat

“Si te lo tomas y no te hace nada es que no estabas enfermo. Pero es un tratamiento de por vida. No es una moda, es un estilo de vida”. Afirmaciones como estas suelen acompañar la fe que mueve montañas de billetes para quienes profesan el credo del multinivel y/o sistemas de venta en red de productos o neuras ideológicas importadas cada vez de más lejos (contribuyendo con esto al nefasto calentamiento global), para traer envasada la piedra filosofal o fuente de la eterna juventud sabor a Noni, Arándano, Xango, Calcio del pacífico, barro marino, tiempos compartidos, Yogui-lates, credos monotextuales, iluminaciones fast track, multivitamínicos, tónico cerebral o vigorizador del sistema nervioso central (cuanto mas exótico el nombre del jugo o mejunje, acrecienta su poder curativo o salvador). Antioxidantes exclusivos de otras latitudes que refuerzan, alargan, retrasan, evitan, controlan, mejoran, regeneran, mantienen prácticamente, cualquier condición biofísica y espiritual. Los grandes lo miran como un remedio para no pagar las cuentas de sus malos hábitos añejos; los jóvenes, como promesa de perpetuidad. Indulgencias a priori o a posteriori que tendrán que pagar mes a mes con sangre pascual. Lo curioso es que el merolico “new age” basa sus argumentos terapéuticos en dividendos financieros, no en exámenes de laboratorio o en evidencias biológicas. Con aire mesiánico comparte al incauto su sesuda visión empresarial, jactándose de una autosuficiencia que solo depende de la firma de su prospecto, demostrando con ello la viabilidad del negocio. Este liderazgo disfrazado de liberalidad burocrática pretende ser la imagen a replicar y el revés que resentidamente promete darle a décadas de fidelidad al reloj checador. Por eso antes de comprar o vender un milagrito, asegúresde de tener una jugosa cuenta bancaria y una buena técnica anti-estrés. O por lo menos, conozca el mecanismo bioquímico o mitológico de lo que ofrece. Y por favor no se olvide de recomendar el consumo de frutas y verduras.

Hasta la próxima.