miércoles, 30 de julio de 2008

Obleas

GALERÍA URBANA
16 de Mayo de 2008
Año 02, núm. 27
Por José Manuel Ruiz Regil


Mejor que la construcción que paga mal y exige mucho, o que la mesereada en Chalco, de donde es oriundo, es hacer tres horas de camino hasta la Delegación Benito Juárez con una olla de aluminio colgada a los hombros, llena de obleas; recorrer a pie de inicio a fin las calles tranquilas de la colonia del Valle o Nápoles con sus casas grandes de arquitectura californiana y esas enormes jacarandas que lilan sombra y aroman los camellones; sonando la campana Pavloviana, que apenas es un rizo de acero, y despierta con su agudo tintineo el reflejo antojadizo de la media mañana o la media tarde. De andar sereno y confiado, con la inercia de veinticinco años en el oficio, Juan, Juan González, sonríe bajo la visera de su cachucha raída. Su rostro bronceado por el sol, también se muestra sorprendido por el cambio de hábitos de la gente. “Antes llegaba acá a las 8 ó 9 de la mañana y de aquí allá, en dos cuadras ya había acabado. Ahora tengo que estar un día por acá, otro por el WTC, y otro por Taxqueña. Y cuidarme de los polis que luego nomás se acercan y quieren que les de. Pero como ellos vienen en coche y yo a pié, cuando veo que vienen por un lado yo camino para el otro. Y ya luego se cansan”. Las obleas que prepara su esposa cada noche con la mezcla precisa de anís, amaranto, harina y mantequilla forman un semicírculo perfecto, y cubren exactamente las dos mitades de la olla. Como un Bonzo peina las calles, repitiendo la letanía del antojo; sonando la campana de la serenidad. Invitando a compartir el pan de la paciencia; comulgando las distancias, hasta el día de la última cena.

Musi-cletos

Donovan fija al otro lado de la canastilla el tirante que sujeta la caja amplificadora de su guitarra. Carga en hombros la mochila militar donde lleva la Washburn y los cables repartidos en las otras bolsas. Julio pedalea con el Sax a la espalda por las calles empedradas de Coyoacán. Elegido el restaurante, ofrecen 3 ó 4 Standards de Jazz antes de hacer rodar el cuevanito entre las mesas. Lo que se recolecta va a la bolsa general y luego es repartido entre los dos músicos para afrontar cada uno los gastos que generen sus necesidades de estudio y/o seducción. Vecinos del barrio por partida doble, pues además de vivir en la colonia y andarla en bicicleta, estudian en la Escuela Nacional de Música que está en Xicotencatl, Col. Del Carmen, prueban suerte y ganan unos pesos recorriendo los muchos restaurantes de la típica zona colonial del sur de la ciudad. Guitarra y sax entre manubrios y cadenas. El ensamble crece según las necesidades de la tocada. Requisitos: Además de buen oído, tener bicicleta y buen equilibrio.

Anfibia

¡Qué privilegio ir montado en dos ruedas! Con los pies en los pedales, girando la manivela de la vida a voluntad. Sin presión ni competencia. Ninguna ley sobre mi ruta más que el albedrío. Ningún punto de referencia más que el propio. Freno. Regreso. Doy media vuelta. Camino en reversa. Las manos agarradas al manubrio comandan travesía, reflejo impredecible de mis laberintos mentales.

Me muevo de aquí a cualquier parte, por cualquier lado. La anfibia es extensión de mi cerebro, mis brazos, mis piernas, mis sueños. Su inercia obedece a mi peso. Me soporta. Lo mismo da si guío por la banqueta o por el centro de la calle. Mi bírula es medio de transporte, lenguaje, compañera. Su cadena está ligada a mi imaginación. Pedaleo, arriba abajo. El mecanismo de pensar se activa. La mente va girando con las ruedas. Hay más hallazgos dentro que fuera; más caminos que recorrer en la fantasía; horizontes avistados entre los rayos de sus ruedas, donde poder ir más lejos que esta realidad, y, quizá, más rápido.

La llamo anfibia porque a la vez que es animal de tierra también lo es de aire. Difícil distinguir la frontera entre elementos. Ave que repta, pegaso, esfinge. Lo más parecido a volar. No depende más que de mi equilibrio y mi fuerza motriz. Limitada, apenas, por las leyes de la física.

Andar en bici nada tiene que ver con el ciclismo. El primero es arte; el otro, deporte. Andar en bici es vagar. Ir a todos lados y a ninguno. Encontrar sin buscar, por el simple gusto de avanzar. Nunca en un mismo sitio. No hay camino ni meta, sino un ansia satisfecha de voluntad.

Hay algo de anarquía en birulear. Contrasentidos, zigzag improvisado entre los autos, inquieta presencia en medio de la noche. Además, no hay ley que aplique. La autoridad enmudece ante lo inasible de su condición vehicular. Escurridiza por definición. La empujo a pie cuando es preciso confundirse entre peatones, la llevo al hombro si subo a un puente peatonal o voy al metro. Explorar otros rumbos, masticar otros asfaltos, encumbrar banquetas (cruzar viaducto montado es un manjar). Somos una unidad psico-ciclo-podal perfecta.

En cada ciclo mis alas se extienden. Puedo planear, hacer barrenas, desplegarme del camino; de sentidos, de instrucciones que seguir. No se cansa. En cierta forma es anodina. Hay quien la considera un juguete y me ve con indulgente madurez. Ignora que es el vehículo más propicio para la libertad. No en vano el florentino la usó como motor de tanto invento. Vertebral de maquinarias surrealistas, pueblan lienzos metafísicas pintoras. A veces, personaje encapotado, emerjo de tal cosmogonía. Otras me transporto entre querubes y demonios por la urbe, pedaleando mis afanes en el desierto del anonimato.



Hasta la próxima.