miércoles, 30 de julio de 2008

Pillow Book: literatura en la piel

GALERÍA URBANA
16 de Diciembre de 2007
Año 01, núm. 17
Por José Manuel Ruiz Regil

“Las palabras para la lluvia deben caer como la lluvia;
las palabras para el humo deben moverse como el humo”.


A través de la lectura que su madre hacía del libro de cabecera de Sei Shonagon, Nagiko aprende que hay cosas en la vida que vale la pena registrar a través de la escritura. Y decide hacer lo mismo a partir de los seis años. Como la antigua escritora, ella también escribe una lista de las cosas que hacen que el corazón lata más rápido; una lista de cosas que la irritan; una lista de cosas espléndidas. Sin embargo, su vida misma se convierte en una lista de cosas para recuperar la sensación de protección y totalidad que el paso de la infancia se lleva consigo. “Cuando Dios hizo el primer modelo de ser humano, pintó sus ojos, sus labios y su sexo. Y escribió en cada persona su nombre para que no lo olvidara. Y cuando Dios aprobó su creación la firmó con su propio nombre”. La bendición de su padre en cada cumpleaños cumplía con el ritual de llevar el pincel mojado en tinta china sobre sus mejillas, su frente y su boca; y para terminar, el nombre sagrado bajo la nuca. Al crecer, la obsesión por continuar con este juego la lleva a relacionarse con diversos amantes, en busca de aquel que además fuera buen calígrafo. Tras varias decepciones decide convertirse en escritora y honrar la memoria de su progenitor; deja de ser papel para convertirse en pluma. Motivada por una antigua imagen que le turba el alma, y sabiendo que le será imposible tener el favor del mismo editor que había subyugado a su padre, decide hacerlo a través de su amante, el joven Jerome (Ewan McGregor), sobre quien escribe sus libros para ser leídos en la intimidad del encuentro viril. Un triángulo de pasión y venganza que desembocará en la fatalidad de la culpa. Nagiko se compromete a enviar trece libros escritos en piel (de la inocencia, de la idiotez, de la incompetencia, del exhibicionismo, de los amantes, del amante). Mas la relación que era cómplice deviene traición y acarrea la consiguiente ruptura que, ante la fatalidad de los hechos, resulta irreconciliable. La caligrafía dérmica continúa en otros cuerpos, cada uno encarnando, a su vez, los siguientes libros ( del seductor, de la juventud, del silencio, de la traición, de las estrellas falsas y de la muerte).

El filme es una delicia visual –como suelen ser los desbordantes montajes de Greenaway-; el cuidado de los detalles en la decoración de los espacios, en los que, además, se consigue la síntesis entre los valores de oriente y occidente, sugiere el ejercicio ritual de lo cotidiano aunado al pragmatismo de la vida contemporánea. Es una propuesta que reflexiona sobre el erotismo y la escritura. Cita a la autora del primer libro de cabecera, Sei Shonagon “En la vida hay dos cosas que vale la pena disfrutar: una son los placeres de la carne; otra, los placeres de la literatura. Yo he tenido la fortuna de disfrutar ambas con la misma intensidad”.
Obedeciendo al canon del cineasta, cada escena es una bellísima composición pictórica. El uso de la luz para proyectar los ideogramas sobre los cuerpos o los muros de las habitaciones, revela la presencia del símbolo como un recordatorio del gran tema: LA ESCRITURA, como sentido de vida; como expiación, el erotismo, otra de las constantes de la poética de Greenaway. En esta ocasión es la extensión de la piel y sus repliegues que fungen como valioso papel sobre el cual se imprimen los mensajes de seducción y venganza que enlazan los dos mundos: el de la escritora y el del editor.

El libro de cabecera como objeto resulta refugio, alimento y hasta sepulcro. La pasión llevada al punto del fetiche se presenta como una vía de redención. El juego peligroso de los celos y la libertad se explora con fatal consecuencia. El final de la historia es el asumido autoescarnio para uno, mientras que para otro es la continuidad.

La imagen de la madre alimentando al hijo de un pecho del que, podemos asumir, mana tinta, es otra forma de herencia que sin importar la pluma, seguirá transmitiendo tradición.
Es esta, quizás, de las películas más digeribles del controvertido cineasta inglés (Gales, 1942) A quien se le ha acusado de ser anticinematográfico. Y es cierto que su obra está más cerca del teatro y la pintura que de los flashbacks y los bodycams; que el punto de vista de la cámara suele ser el del espectador dentro de un escenario al que, finalmente, uno acompaña; que salvo, Prospero´s Books la mayoría de sus historias son lineales; que utiliza muchos plano-secuencia, así como travellings para ir de un escenario a otro como un degradé de tonos que transforman las emociones. Mas en esta cinta el uso de recuadros en pantalla, imágenes paralelas, sobreimposiciones, recuadros que ven de diferente forma el mismo hecho, desdoblan la riqueza estética, aunada a la sincronicidad de las voces a capela que, en la más pura tradición del arte conceptual, y con esa aura doliente de ángel caído acompañan las secuencias de los amantes jóvenes. La mezcla de música tradicional China con el Beat House amalgama un Tao sonoro de gran impacto y memorabilidad.

Pillow Book es una invitación al gozo, a la sensibilidad, a la entrega del placer continuado con puntos suspensivos, a la caricia fonética que va del japonés al inglés al francés; del trazo amable de un cangi a la irreverente letra palmer con que es posible transcribir el Padre Nuestro sobre el torso desnudo y los brazos extendidos de una mujer. Con este ritmo atónito con el que nos sorprende el también director de El bebé de Macon, 1993, alimenta los sentidos y se nutre de los elementos (fuego, tierra, agua y aire), las atmósferas por lo regular intimistas que respetan el sentido de la filosofía Zen. La mayoría de las escenas transcurren en espacios cerrados provistos del mobiliario esencial para expresar el estado de ánimo de los personajes: una habitación con tatamis donde el editor lee los libros vivientes; una amplia oficina de paredes azules con un escritorio repleto de libros; una imprenta donde manos expertas encuadernan, refinan, doblan y engominan largos pliegos de papel sobre mesas largas de madera; una habitación con una cama vestida de sábanas blancas y un ropero-vitrina iluminado por dentro, habitado por instrumentos de escritura; una tina rodeada de espacio donde una pareja retoza en el agua mientras un ama de llaves hace malabares con un plato y un palito.

Una vez más Peter Greenaway cumple la promesa de ofrecernos un mundo más allá de lo vulgar; una cotidianidad sofisticada cuyos retruécanos salvan del aburrimiento ordinario tanto por lo amoral de las acciones –en ese sentido, perverso- como por el riquísimo código de símbolos, metáforas y referencias culturales que aglutina cada secuencia más allá de la historia.
Drama impredecible –condición sin equa non del autor-. Cuando uno se ha subido al tren de imágenes, sonidos, ideas de este director, magistralmente producidas por su alter ego Kess Kassander (1955), no queda más remedio que llegar a la próxima estación, donde por lo regular lo esperan el silencio, la reflexión y la automática retrospectiva; ese espacio de perplejidad que sirve para digerir los contenidos y soltar el aliento con la intención de regresar en otro momento por aquellas piezas que se perdieron en el camino, o para ejercer simplemente el arte de la contemplación sin más. Greenaway no resuelve; muestra, expresa, cuestiona. Estar en su liturgia es seguir el credo de la confrontación.

Cinta de 1996, premiada por el círculo de críticos de Cine, Londres 1997, y del premio al mejor actor británico del año, Ewan McGregor; premio al mejor director de cine 1997; mejor película y mejor foto en el Festival de Cine de Cataluña en 1996.