GALERÍA URBANA
1 de Diciembre 2007
Año 01, núm. 16
Por José Manuel Ruiz Regil
Verónica monta el banquillo marrón frente a la barra. Su ánimo se empieza a realizar cuando atiza con sus ojos el choque de colores traslucidos de las botellas, con el movimiento experto del barman. El escenario es un impasse entre las luminarias que rebotan sobre el terciopelo rojo impregnado de síncopas pasadas. El mascarón art nouveau del Zinco Jazz Club contiene su carcajada Funk, hasta las 11:00 p.m. que empieza a tocar el grupo. El bunker del contrapunto se desamodorra de rutina, y ceniza a estirar sus sentidos. Un trago para estar a tono ¿Por qué no? Whisky con Canada Dry y un solo hielo. Hay mesas redondas de primera fila, acompañadas por unas sillas de madera estilo Dick Tracy. Sobre la tarima descansan instrumentos. Promesas de un viaje sónico que no tarda en despegar. Paps toma su bebida y la lleva hasta su boca, haciendo de su movimiento un ensayo sobre la escala de sax. El vecino incógnito deviene deidad. No le hace falta un aura mística, sólo su guitarra. No conozco a este grupo, pero los siento recios –prejuicia Manny. Y lo confirma el intenso 7/8 del bataco que levanta a los “Fuscias” en vilo de tarola y contratiempo. El bajo de seis cuerdas camina y hace el escenario un carrusel percusivo.
Una corista, de contenida emoción, pecho en transpirancia, pasa una, dos, tres, cuatro rolas, todas originales, dice el vocalista. Aunque originales de otros, tercia el teclado. Vero quiere beberse de hidalgo el concierto. Alberto jubilea con Esteban haciendo un belly dance a la Valenciana, evocando sus 20 kilos menos y su descanecido cabello. Bajo el manto transparente del concierto, se desgrana en notas de agua, la rutina.
Filoctetes desgravitado
El drama clásico de Sófocles es revisado y adaptado para la escena contemporánea por el filósofo español Fernando Savater, motivado, según declaraciones a los medios, por la vigencia de la reflexión en la que un ser humano, traicionado por el orden, despojado de honor, dignidad y reconocimiento rescata como última opción un “no” por respuesta, o la muerte. Sumido en el dolor y el abandono, este héroe venido a menos descubre en ello su poder. La guerra de Toya es símbolo del eterno conflicto humano, y la reincorporación del arquero a las tropas, la condición de los Aqueos para ganarla. Este pequeño poder en manos del marginado significa esa fisura por donde el individuo puede recuperar su pertenencia - aunque sea dentro de un estado de cosas que lo hieren- o seguir abandonado. A este dilema el anti- héroe de esta historia nos da una respuesta.
La confrontación entre la experiencia como una distorsión axiológica y la habilidad para el engaño, representada por un cínico Odiseo que interpreta, digamos, de manera pastosa, Miguel Solórzano; y la juventud cuestionando su ética y valor en un cuasi andrógino Neptólemo, hijo de Aquiles, interpretado por José María Mantilla, simbolizan las dos fuerzas en tensión. Un Filoctetes desgravitado (Jorge Avalos), exento del peso sociopolítico e histórico del original, pero que se acerca al público con un cariz tragicómico hábilmente sostenido por la dirección de María Ruiz. El guión escrito en la mejor tradición Hollywoodense resalta la profundidad del conflicto ontológico de los personajes protagónicos y desahoga la tensión dramática a través de chascarrillos y acrobacias de reminiscencias Schrekianas.
Sin embargo, ante lo lejano y denso de las obras clásicas, lo aparentemente impráctico de las reflexiones metafísicas, y el analfabetismo de un público mediatizado cada vez más abúlico, me pregunto si ¿Será este tono light; esta línea autocomplaciente; esta mercadotecnia del pensamiento lo que hará que las ideas brillen y el arte se posicione como un producto más en un nicho de consumidores de cultura predigerida? No es que no lo quiera. Preocupa el facilismo que esto puede propiciar. No es lo mismo que un Savater nos adelante el trabajo, invitándonos a transitar por los caminos del pensamiento, a que pensemos que podemos evitarnos la fatiga. Sirva pues, como un estímulo para acercarse a las fuentes originales de los mitos y completar esta versión con nuestra propia lectura.
Cristo de diario-café
Era su quinta cana; su quinta vez. La de ahora por diez años. Una fue por pagador; otra por andar donde nadie lo llamaba; otra más, por andar de mensajero: la otra por venganza; y esta última porque no se dejó. La primera fueron dos años. Entonces aprendió a chambear haciendo cinturones y bolsitas, entretejiendo el aluminio flexible de las envolturas. Luego aprendió a hacer crucifijos de papel periódico enrollado y laqueados a tinta de café diluido. Fue “El pelón” quien le enseñó, un recluso que había sobrevivido tan sólo con lo que su “vieja” le llevaba cada día de visita, entre lo que se contaba su material de trabajo: Los periódicos de la semana. Leía el diario, siempre caduco, seleccionaba las noticias de homicidios, y luego hacía apretados rollitos con los que fabricaba las cruces. El cuerpo del crucifijo lo torneaba con la sección de obituarios. Hacía un pincel con un trapo viejo y barnizaba con café diluido en agua el pigmento que le daba al trabajo un aspecto de madera. Los vendía los días de visita entre la gente que platicaba en el patio. Con eso sacaba para comer y comprar los favores necesarios dentro del penal, sobornar a los custodios, la lista, la cama, comida y protección. Tenía fe en que Jesús le iba a ayudar a salir pronto de ahí. Lo sabía tan bien como quien predica con sus manos, transformando el dolor en esperanza.
Patines y tesoros
Este fin de año usted tiene dos opciones: hacer como que está en Vail y atravesar las calles del Centro Histórico hasta llegar a la pista de hielo y dar dos o tres vueltas antes de congelarse la nariz, o correr a la calle de Tabasco casi esquina con Orizaba. Ahí juntito al Centro de Shaya Michán encontrará una tienda que vende equipo para buscar tesoros. Podrá gastar parte de su aguinaldo en un detector de metal, varillas señaladoras de antiguos botines, y otras tecnologías menos sofisticadas y más encantadoras, con las que podrá ocupar el ocio decembrino. Y en una de esas encontrar un cofre con monedas de plata como el que exhibe en su vitrina este negocio con la leyenda: “incontables doblones de oro contenía en su interior”. Por anacrónicas y/o anatópicas que parezcan estas opciones, ambas son reales; las dos prometen, en menor o mayor medida, hacerlo sentir que usted no vive en este tiempo, ni en esta realidad; que es probable que nada más sea un mal sueño y que todo se resuelva derrapando el patín en la plancha, o hundiendo el pico en el sitio exacto donde el sensor le indique. Ojalá no tenga que donar parte de su hallazgos metálicos para pagar la cuenta de luz que genere el Gobierno de la Ciudad con esta ilusión burguesa.
Hasta la próxima.