GALERÍA URBANA
1 de Septiembre de 2007
Año 01, núm. 10
Por José Manuel Ruiz Regil
En el pasaje los Arcos del Centro Histórico de Guatemala, entre las Avenidas 6 y 7 y las calles 8va y 9na, se encuentra El Portalito. No habría dado con él a no ser por el sonido de la marimba que me hizo entrar. Ya en los ambulantes había escuchado la versión pirata de Fidel Funes como una de las marimbas representativas de la región. El instrumento nacional. Pero no me imaginé toparme con la marimba de la municipalidad. Vaya suerte.
Entré al amplio salón de luz cantinera. Mis sentidos advirtieron que pasaría ahí un rato fuera donde fuera que tuviera que sentarme. En la barra centenaria, junto a los despachadores de cerveza (Gallo, la tradicional), para mirar el reflejo de los comensales –familias, la mayoría- en la pared azogada. Sin embargo, quedé, no por decisión, sino por turno, en una mesa casi al centro del guacalón, ventilado por dos grandes aspas que espiralaban el aire, colgadas al techo alto.
Ordené agua de Jamaica. A un lado del zaguán, el tapanco donde el quinteto –trío si se quiere- (marimba tocada por tres, contrabajo y batería) acusaba ritmos de Fox Trot, Son, Guaracha, Cumbia, Marcha, Blues, Paso doble, Vals y Danzón. Al término de cada pieza el aplauso les devolvía las sonrisas a los músicos. Descansaban luego de cuarenta y cinco minutos, en que alternaban con las pantallas de plasma y el futbol.
Es la hora del “almuerzo”. El lugar está completo. Yo solo en mi mesa. Frente a mí dos sillas vacías. Detrás de la puerta aparece un hombre con movimientos accidentados. Ademanes aparentemente controlados que, de pronto, se descarrilan en una sobrellevada catatonia. El Vals de Paco Pérez “Luna de Xelalú”, ritma su entrada. Viste pantalón beige cuyas piernas guarda dentro de unas botas militares desagujetadas. Playera verde. Su rostro incontrolado hace muecas a las que uno quisiera corresponder, pero ante las que más vale no darse por aludido. Se acerca a la mesa contigua. Descuelga del hombro su mochila. Hurga dentro y saca un envoltorio. Mis sentidos alerta, educados por la paranoia detectivesca de las series contemporáneas, me advierten “peligro”. De esa bolsa podría salir un arma capaz de silenciar cualquier xilofonía. Mas la minucia estrambótica del sujeto le otorga el beneficio de la duda. Aparece, entonces, una cámara fotográfica. Desanda el ritual del desempaque y se cuelga al cuello aquella muleta de la memoria para ofrecer entre los comensales el servicio de testimoniar la alegría en un pedazo de cartón. Y me pregunto: ¿Qué tipo de fotografía podrá tomar la mano de Parkinson si afoca el cíclope epiléptico. El oficio responde “Clic”. El secreto está en el ojo del huracán.
Es cuando tocan el Fox Trot “Ferrocarril de los altos”, de Domingo Betancourt, que un par de mujeres cincuentonas arriban al lugar con una niña de la mano. Las veo pasar hacia atrás. Sigo contemplando los sonidos. El mesero se acerca y me pregunta si espero a alguien más. Con una diligencia que a veces quisiera rentar, no solo respondo que no, sino que, habiendo entendido la limitación de espacio, ofrezco la otra mitad de mi mesa para compartir. Las doñas Laura y Auri y la infanta Catherine se sientan y ordenan cerveza, botana y un guiso frío a base de “marrano” (así le dicen) y hongos. Ya suena la guaracha “Las chancletas de Nayo Capero” de Guillermo de León. La marimba cobija las presentaciones. Aplausos. Descanso. Cuando quedan apenas rastros de crema y papas con perejil en los platitos, pido mi cuenta y me despido sabiendo de ellas que trabajaban en un Call Center que ofrecía tarjetas de crédito en México. “Pero, ah, qué desconfiados son los Mexicanos, oiga”.
Al ritmo del Blues “Lágrimas de Thelma” de Gumersindo Palacios me alejé del lugar. Afuera llovía. Repasé los expendios de lotería cerrados, que son como cubiertas de barco, y abiertos se vuelven islas de la suerte. Como el de la Señora Rosibel donde dejé al Sr. Héctor Pérez, quien también es vendedor de bigotones*, desde hace más de treinta años. Caminamos de Catedral a Los Portales. Apareció de la nada. Con su bastón lazarillo y toda su buena fe en encontrar a su compañera. Me alegra haberme asegurado de eso. Apenas veía. Pero tuvo buen ojo para encontrarme.
Sobre Avenida de la Reforma se encuentran varias estatuas de los próceres Nacionales, poetas, independentistas y otros célebres Guatemaltecos, hechos de mármol, piedra y bronce: Clemente Marroquín Rojas, paladín de la libertad de prensa; Miguel Angel Asturias, Premio Novel de literatura 1967; Dr. Lorenzo Montúfar, entre ellas. Cuenta el taxista de la precaución –pues subir a un autobús rojo láminaoloroso es ponerse de pechito para el crímen- que “a las doce de la noche uno de esos muñecos desaparece.” –¿Usted sabe cuál? ¿Ha pasado por ahí a esa hora y visto alguna silla vacía? –pregunto, no sin malicia. –No, y ni quiero saber”. En medio de una carcajada me deja en el cruce con Avenida de las Américas y el vuelto
en dólar me lo da en sencío (cambio) chapín*.
La ciudad interior
Cada vez que leo el relato “La Ciudad” de José Saramago, me sorprendo. Conozco la historia. Sin embargo, está contado de tal forma que al leer la primera línea siento como si fuera la primea vez. Y no sé de qué trata y quiero seguir hasta el final. La historia de este hombre del que no se conoce más que su intención de entrar a la ciudad, es suficiente para olvidar.
Al término del relato, invariablemente, tengo la sensación de querer empezarlo de nuevo. Pero ahora acompañado de la revelación. Mas, sucede que al poner mis ojos sobre la primera línea, otra vez, es como si nunca lo hubiera hecho y nuevamente me intereso con la avidez de un principiante.
Quizás, el secreto está en la oportunidad y duración con que entrega la revelación. Suficientemente a tiempo como para que uno pueda suponerla. Y medidamente extendida como para que uno no se adelante a la frase que la confirma.
De cualquier manera, para mí, es como una banda de moebius que empieza ignorando adónde va y termina olvidando de dónde viene.
Lo recomiendo.
Hasta la próxima.
*Boletos de lotería *Guatemalteco