miércoles, 30 de julio de 2008

Conversación con una estatua

GALERÍA URBANA
16 de Abril de 2008
Año 01, núm. 25
Por José Manuel Ruiz Regil


Se ubica en cualquier lugar que quede disponible a lo largo del andador de la calle Filomeno Mata, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Hacia las diez de la mañana su cuerpo vestido únicamente con un taparrabos y zapatos está completamente untado de cromo y se prepara para una jornada de ocho horas. El zócalo o base que utiliza para posar sirve a la vez de maleta donde lleva casco, algunas figurillas que funcionan como nahuales, inciensos para obsequiar la generosidad del transeúnte y el reglamentario bote recaudador. Una vez ubicados en su posición los elementos, voltea la base y se posa en ella, a manera de escalinata. A diferencia de otras estatuas vivientes, Ecbama, guerrero Maya, héroe por partida doble en el juego de pelota, según declara su autor, realiza movimientos constantes, despliega majestad y furia animal a la vez. El pigmento cromado da a su piel una calidad extrahumana que permite admirar la desnudez con mayor objetividad. De un segundo a otro, se petrifica. Se adivina su aeróbica biología por el pulso debajo del esternón. La gente se reúne alrededor, los rumores y la curiosidad se clavan en su rostro, vestido y empuñaduras. Un voluntario se acerca y deposita unas monedas. Al sonido del metal, la estatua se anima. En un silencio estridente muestra dentadura, lanza llamaradas por los ojos, extiende los brazos y clama al donante su regreso. Si éste tiene suerte, considerará la opción y volverá a que quizás, si es mujer, aquella leyenda le tome la mano y le imprima un beso celeste en la mollera; si hombre, y no vuelve, tal vez a sus espaldas haga mofa de su poco valor con señas y provoque risas en la multitud. La cualidad de esta estatua va más allá de permanecer inmóvil en un lugar. Al contrario, su dinámica resulta mucho más atractiva que su estolidez. Conforme pasa el tiempo, en la intermitencia de acción- reposo el héroe calza su cabeza con un casco de ocelote. Este accesorio enfatiza la fiereza del personaje y resulta aún mucho más atractivo. A pesar de ello hay algo en Ecbama que sofoca su furia ancestral; un toque humano en la mirada; cierta belleza y elegancia en sus movimientos que a pesar de la crispación en garras, al extender su dedo índice y llamar al otro, promete un trato suave, dulce; un aire de fragilidad y ternura que se asoma entre sus movimientos, como un aura ausente de cariño que, tímida, aprovecha los aplausos para nutrirse.

Ecbama es Francisco Zarza, quien ha llegado a este personaje como resultado de su trabajo lírico de mimo desde hace más de tres años que empezó a crear en movimiento, inspirado por el Cirque du Soleil. Así inició dando vida a “Arlerquin”, un personaje amoroso y coqueto que conquistaba corazones en el zócalo de la ciudad hasta que los elementos de seguridad fueron relegándolo hacia las calles interiores. A decir de su autor ese personaje tuvo nuevos alcances al verse nutrido por “Solstrom” otro “Fulano”, -Quidam- del circo francés. Ahora su nueva propuesta mitológica le ha ganado un nuevo espacio a pesar de la caprichosa oficialidad que a veces lo apoya y otras lo reprime, según el estado de ánimo del comandante en turno, igual que a sus compañeros el pacheco bailarín y momo, el mimo (de siempre), quienes tienen que andar a las vivas para que no les caiga la ley (de extorsión). De esta manera Francisico se inmola día a día, confiado en que su honor mantendrá el equilibrio de la existencia, como Ecbama.




Antes de ser estatua Francisco trabajaba en la Industria manufacturera y estudiaba ingeniería. Confiesa que desde que renunció a aquello y se dedica a crear personajes en la calle es más feliz, y le va mucho mejor que a muchos de sus compañeros que ya se quedaron ahí y se conformaron con un sueldo. A veces saca más de lo que ganaba en la fábrica, a pesar de tener que lidiar con las inclemencias de la vía pública. Pero lo más importante es que se ha dado cuenta de que aunque sepa mucho de ingeniería, su verdadera vocación es ser artista.

Organilleros de México

Su nombre es Mercede López. De niña no le gustaba que su papá tocara el cilindro. Ahora lleva seis años dándole vuelta a la manivela y coloreando las calles del Centro con aires de tango, vals, balada o ranchera para “ganarse la vida”. Vestida con el uniforme color caqui que caracteriza a los hombres y mujeres que practican este oficio. Ella carga uno de los sesenta organillos alemanes que todavía perviven en esta ciudad. Su jornada es como la de cualquier otro trabajador, de ocho horas. Tiempo que pasa de pie cargando el cilindro y extendiendo la mano con la gorra para ganar un peso, cinco o quizás, una sonrisa nada más, según la poca, mucha o mediana voluntad de los paseantes. Cuenta doña Meche, de 53 años de edad, que antiguamente las camisolas tenían bordada la leyenda “Organilleros de México”, como la que conserva de su padre, pero que ahora simplemente se identifican por el uniforme, inspirado en el del áureo batallón al frente del que estaba el General Francisco Villa. Dice que la han visto extranjeros que reconocen el mueble como una joya de ebanistería y han querido comprarlo. Todavía conservan la incrustación de marquetería que dice Berlin. Pero no. El cilindro ha sido bien asimilado como la pista sonora de la cultura popular mexicana desde hace más de un siglo. “Cuando escuches este vals / haz un recuerdo de mí /piensa en los besos de amor / que me diste y que te di” (Javier Solis). Incluso, comenta que ya se están fabricando aquí. Son ocho carretes perforados como una cajita de música que al dar la vuelta al cilindro giran por dentro y hacen sonar las pipas. Mientras conversamos, procurando no sea mucho tiempo para no afectar su trabajo, en la banqueta de enfrente, su compañera, embarazada de ocho meses, extiende su gorra al transeúnte. “Caballero, damita, lo que guste cooperar para la música...”

Hoy cualquiera lleva un ipod conectado al cuerpo, y escucha sonidos de cualquier latitud. Mas en nuestras calles un eco de melancolía se mantiene vivo. Sonidos que al pasar brincan al pecho y consuelan el alma por espacio de una cuadra o más. Pasan sexenios, reacomodo de ambulantes, manifestaciones, marchas y el organillero sigue dando su cran. ¿Angeles invisibles que alivian el ánimo tumultuario con sonidos de Revolución? ¿Revuelta silenciosa que a base de arpegios contribuye al equilibrio del paisaje?

Hasta la próxima.