domingo, 27 de julio de 2008

Los profes (1ra. parte)

GALERIA URBANA
1 de Octubre de 2007
Año 01, núm. 12
Por José Manuel Ruiz Regil


El paso necesario de la imagen femenina como guía y compañera cotidiana, hacia el rigor estereotipado de figura masculina encarnada en los profes, fue algo más bien sutil en mi experiencia, pues en 4to. de primaria, quien dirigía la estudiantina recién fundada del Colegio Británico era un maestro airoso, alegre y entusiasta que nos puso una canción de Juan Gabriel, para empezar: “Que nunca sufras, que nunca llores, amor...”, también recuerdo “Cómo imaginar, que la vida sigue igual...”. Lo miro enfundado en un pantalón beige tipo torero, resaltando sus piernas musculosas y el montículo secreto, flanqueando el zipper. Tocaba la guitarra balanceándose de un lado a otro, haciendo que los listones de colores que colgaban de un rosetón pegado a la cabeza del instrumento se movieran con gracia, mientras nos dirigía con la mirada. Tenía una sonrisa amplia y gesticuladora que develaba sus anchos dientes blancos bajo la sombra de un mostacho finamente recortado. Se llamaba Jairo. Hasta primero de secundaria no tuve otra referencia de profes más que él y el teacher Oscar. Los dos compartían una misma pasión: el culto a su físico.
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El Licenciado Agustín Yánez, alias “El Caballo” era titular del salón 19 donde cursé mi primer año de Bachillerato en el Instituto México. Además, nos daba civismo. El apodo puede atribuirse, quizás, a una ligera proyección de sus maxilares que le daba un aire equino. Otra razón es porque corría mucho y muy rápido en los partidos de “soccer” en los que jugaba el rol de árbitro. Y ya se sabe que en esos ambientes abundan las rencillas y las malas leches. El hombre era un ejemplo de pulcritud. Siempre bien vestido con saco, pantalón de casimir y corbata. Su cabellera entrecana era aparentemente peinada con pistola de aire y red. Ni un solo pelo fuera de su lugar. Sus zapatos relucientes de piel de cocodrilo hacían juego con el cinturón. Me remitían a una caricatura de Bugs Bunny en la que después de una pelea con uno de esos anfibios, lo convertía a éste en artículos de lujo con los que se ataviaba victorioso. Caminaba con vigor, nos enseñó la Constitución, nuestros derechos y obligaciones como ciudadanos. Apenas tocaba la lista de asistencia con las yemas de sus dedos meñiques y empuñaba la pluma con ligera presión para marcar los puntos o las cruces en las casillas correspondientes a los nombres. Algunas veces pedía a alguien le llevara una Coca-Cola de botella y la bebía elegantemente, sosteniendo el envase con las puntas de los dedos y extendiendo el meñique. Creo que estaba casado o andaba de novio con una de las maestras de inglés. Me llamaba la atención ver que iba a buscarla después de clase. Era una conducta que se salía del esquema de hombre correcto y formal que yo tenía.
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Castañeda se apellidaba “El Geoide”. Nos enseñó las particularidades de las diversas latitudes de la Tierra. Por algún lado quería yo encontrarle parecido a mi papá y justificar el nombre. Pero por más que lo miraba sólo lograba asociar el tipo de zapatos y el color de algún traje. Por lo demás, me recordaba más a mi tío Juan Esteban por su mirada apacible, pero era mucho más bajito. Usaba suéteres debajo del saco y tenía dedos largos y blancos que terminaban en unas uñas casi femeninas. Iba y venía a lo largo del estrado platicándonos sobre el Cenit y el Nadir; sobándose las manos, mientras viajaba en su imaginación a la mesosfera. Tenía una Brasilia verde en la que lo veíamos partir al medio día, quizás, pensando algunos, que no querríamos eso para nuestro futuro.

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“El ponto” era un hombre mayor, de origen cubano. Que no era marista, pero que tenía un perfil muy aproximado. Usaba guayaberas, tenía los dientes chuecos y amarillentos, y un aliento de saliva seca. Alguna artritis incipiente le curvaba los dedos. Aún así se mostraba fuerte. Caminaba mucho cargando su mochila atravesada al cuerpo. Hablaba con acento, y por alguna razón en vez de decir punto al final de un dictado, todos le oíamos: Ponto. De ahí el sobrenombre. Lamento no haberlo conocido más. Era un hombre preocupado que pasaba su mano sobre su amplia frente, arrugándose curiosamente el cuero cabelludo, y, al tiempo que se quitaba y se ponía los lentes, mesaba los pocos cabellos canos que le quedaban, como avizorando apenas alguna solución que no tenía nada que ver con la materia. Creo que vivía por Izcalli. Recuerdo sus zapatos negros nobles, de agujetas, siempre limpios, que lo acompañaban en sus largas caminatas por la ciudad.
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Cuando se presentó el primer día de clase, escribió su nombre con letra de molde, minuciosamente, al centro, en la parte superior del pizarrón. Se volvió al grupo y levantando los hombros, resignado dijo: “Sí, ese es mi nombre. Ni modo.” Leoncio Pazzi, decía el letrero. Era un joven como de 25 años, supongo, de estructura fornida, pelo ensortijado color de paja y ojos verde aceituna. Nos enseñó matemáticas. Su nombre parecía extrañarle más a él que a los demás. Sin embargo, a mí me fue muy familiar. Mi abuelo contaba que había tenido un gran amigo-socio que llevaba exactamente el mismo nombre. Después se ensombreció la relación por un negro episodio que los distanció. Quizás, a resultas de ese antecedente, el profe quiso salvar la deuda generacional poniendo especial atención en mi aprendizaje. Tenía un Datsun anaranjado. Al verlo desfilar por el largo estacionamiento de la escuela, la asociación inmediata con el Rambler America color mostaza de mi abuelo, era inevitable.
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“¡Cabeza de pollo!” Era el mayor insulto que el Sr. Alfonso Langle se permitía cuando alguno se pasaba de molón, en clase de Literatura. Y cuando el grupo ya era incontrolable, pues nos cansábamos de escribir en esas hojitas tamaño esquela la retahíla de nombres y títulos donde aparecieron el Mester de Clerecía, Lope de Vega y Don Juan de las Calzas Verdes, con un tono de voz que se ahogaba en la nariz, esgrimía la advertencia: “Me voy a ver obligado a insultarlos...”. Después del suspenso esperanzador cumplía con la amenaza: “¡Son ustedes unos bobos!”. Era un hombre alto como de 60 años, de piel muy blanca, pelo absolutamente cano y mirada de águila. Por lo regular vestía traje azul marino y cargaba un portafolio negro gastado. A pesar de sus clases soporíferas, más tarde (mucho más) le encontré el gusto a la lectura.
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“¡Pinche gordito de mierda!” no logro olvidar que me llamó Albarrán, en clase de dibujo por creer que le estaba tomando el pelo con mi examen final. Una alegoría de la guerra de las Malvinas donde dibujé a la Venus de Milo junto a las ruinas del partenón, sobre una manzana que representaba al mundo, con una daga clavada al sur sangrante del continente. Lo único que le pedí fue que me hiciera favor de dibujar el rostro de la Venus, porque a mí no me salía. A pesar de su patanería, ese chaparrito cretino era bueno. Nos enseñó el uso del clarosuro con lápices HB y 2H, así como a colorear en Prismacolor. Ay de aquel que llevara Fantasy -miérdasy, Albarraneaba-, porque ya podía caer de su gracia. Y lo demostraba deshaciéndolos con el cutter. Tenía una pinta muy parecida al cantante español Rafael. Transitamos desde el puntillismo hasta el surrealismo, descubriendo las posibilidades técnicas del dibujo de imitación. Le aprendí todo lo que pude. Pero eso sí, nunca usé vaspapú*. Continuará.

*Morral ejecutivo de moda entre varones en los años 80. (Abreviación de “vas pa´ puto”.)