GALERÍA URBANA
18 de Abril 2007
Año 01, núm. 00
Por José Manuel Ruiz Regil
Porque aventurarse entre los puestos de baratijas de la calle del Carmen, en un paseo matutino que tiene más de digestivo que de pesquisa comercial, luego de desayunar en el Café de Tacuba, es caminar hacia donde los tendidos chillantes de colores, los humores macilentos y agridulces, y la sombra de los edificios desplieguen más sus atractivos. Así lo hicimos. Y hacia la una de la tarde estábamos en la esquina de Moneda y Academia. a 50 mts. del Museo José Luis Cuevas. Con una bolsita negra de mercancía, pero satisfechos. Casi.
-¡Vente! –dije a mi acompañante. -¿Ya conoces la Giganta?
-No.-Contestó.
Nos acercamos a la puerta que muestra la escultura en medio del patio. Se avistaba ya la formación de sillas y el estrado con las gradas como pentagrama donde apenas unas notas coloridas afinaban sus gargantas.
-¡Están ensayando!
-El concierto es a la 1:30 p.m. ¿Gustan pasar? –Invitó el guardia.
-¡Claro! ¡La magia del Centro! –Confirmé.
Justo el tiempo para agotar el presupuesto de inversión para el negocio emergente y combustionarse los pulmones con chupadas intermitentes de humo, a la sombra, compartiendo esos astros emocionales que son los miedos, los anhelos, las sonrisas y la espera. Ingredientes sazonadores de toda amistad que se respete.
Tímidos, preferimos quedarnos atrás junto a una jardinera, admirando la elefántica escultura que representa la fusión de los dos sexos.
-¡Está impresionante, pero es horrible!.
-¡Es Cuevas!
Descansábamos los pies. Estirábamos la espalda. Acompañamos mutuas dolencias que sanaron con la risa de la hipótesis futura ¿y a este paso cómo vamos a estar a los cincuenta...?
La formación coral se reunió para el último ensayo. La directora, puntual sus movimientos e indicaciones, parecía más una afinadora ultimando toques a la maquinaria de un pianoforte humano, formado por voces autónomas dispuestas a ensamblarse en el instante de la interpretación. Breves ataques que preludian momentos del programa. Rápido silencio para la transformación.
Minutos después, la casualidad policromática dominguera se uniforma de negro y son ellas quienes lucen las mascadas de colores. Lo que me recuerda ese sistema para que los niños aprendan a tocar el teclado a base de colores y números. Así es que se van encendiendo e incendiando al vibrar sus voces en un último mmmmm..... de referencia en Si Bemol para iniciar el programa.
El público de espaldas a la monumental escultura, y ésta brindándoles su torso, nalgas y piernas de bronce a los cantores, para timbrar su entrada precisa en los acordes imaginados por Marenzio, Palestrina o de Ribeira. La fusión sonora es tal que puede adivinarse un hilo áurico ensartando sus almas al unísono, más tenso, más clemente según el código manual de Ethel González, cuya batuta dactilar inspira miradas-matices-prolegómenos corales, cual ágil movimiento de la alondra. Así cuenta con la complicidad del cuerpo polifónico al que se incorpora en más de una interpretación, acaso histriónica, si la narración lo amerita.
Es el gozo que canta en alientos de sopranos, tenores, bajos y mezzos; la mirada lúdica y el transporte musical que impregna nuestras conciencias y nos hace sentir agradecidos por la sincronicidad del mediodía. La gracia inocente de El Ruiseñor, las Nanas de Mabarak o la ensalada caribeña bordan una tensión climática que se desliza por la partitura de nuestros sentimientos, timbrando el bajo registro de Colby B. Hilker con su interpretación operística a la composición de su autoría, que me recuerda por momentos al Zoroastro de Mozart.
Y para terminar el encore Habanero con gracia y color. “Pare, cochero”. Síncopas danzantes. Mezzos asomadas a las ventanas de su solo. ¡Todo es fiesta y alegría! El aplauso final le pone el bronce de gallina a la guardiana hemafrodita.