martes, 12 de agosto de 2008

Pasaje Normandía

GALERÍA URBANA
15 de Julio de 2008
Año 02, núm. 31
Por José Manuel Ruiz Regil


El título sugeriría un recorrido por la zona noroeste de Francia, donde se hiciera referencia a una región con abundantes pastos, vergeles de manzanas y vacas paciendo, sidra y quesos fuertes. Sin embargo, me parece que el nombre de la calle en la colonia Portales Oriente que desemboca a la avenida Tlalpan donde desciende la escalinata para acceder al túnel subterráneo que cruza al otro lado, también lleva ese nombre. Y a eso me referiré en esta crónica.

Para muchos su tránsito por un paso a desnivel, quizás, hoy sea cosa del pasado. Y, si acaso, la referencia será más vehicular que andariega. Mi experiencia me remite a los paseos con mis abuelos cuando era niño. Ellos vivían en la calle Pérez de León número 124, una calle dividida por la elevación del túnel vehicular de Eje 5, paralela a Tlalpan, cerca del metro nativitas y de un Aurrerá que ahora es Wal-Mart.

Salíamos a caminar y a veces pasábamos por esos túneles oscuros, por lo regular llenos de basura e impregnados de olor a orines rancios, donde podían esconderse malandrines de moral dudosa, si no es que nula, y que uno, temerariamente, se atrevía a pasar junto a ellos mientras dormían la mona o reposaban la inconsciencia del exceso de grados Gay Lusac en su sangre, para ir del otro lado de la avenida. Pasar de la Colonia Moderna a la Postal, de Letrán a Portales para ir a parar a un mercado o a visitar a unas amistades que vivían del otro lado de la gran arteria que cruza el oriente de la Ciudad de Norte a Sur, y transporta miles de individuos en el colectivo más grande del mundo, el transporte metropolitano, la limo naranja, el metro que va de Taxqueña a Cuatro Caminos. Línea 2 para mayor referencia. La azul.

Pues ahora esos túneles de incertidumbre se han convertido en pasajes comerciales parecidos a los pasillos de cualquier mercado de la zona. Prácticamente, cada dos cuadras hay uno de esos, desde Portales hasta San Antonio Abad, donde los barandales de fierro verdepistache descarapelados comienzan a poblarse de traseros con minifaldas y a servir de soporte a la vigilia del deseo que no espera la noche para revelar sus encantos invertidos.

Cada uno especializado en ciertas mercancías y oficios. Sastrerías, papelerías, peluquerías, talleres de reparación de computadoras, relojeros, loncherías –por cierto, que las tortas de huevo con longaniza que prepara Ramón en la mañana son deliciosas- y cuantichunche uno no se imagina que va a encontrar.

A lo largo de estos pasajes subterráneos que van de oriente a poniente y viceversa, se congregan los mil oficios para ofrecer al transeúnte más opciones comerciales para su trayecto. Gelatinas, sándwiches integrales, pasadores, centros de atención Telcel, agua embotellada, curas esotéricas, velas, Tarot, quiromancia, yerberos, masajes, y, por supuesto, en ninguno falta el reglamentario altar a la virgencita de Guadalupe, nuestra santa matrona. A cual más se desquita en adornos y ofrendas, flores e iluminación. Ya sea el que está en una repisa a medio muro y de cuya base cuelga una cortina roja de terciopelo con remates dorados, y cubre la esfinge un capelo de vidrio, o la que está dentro de una casetita de herrería, cerrada con candado cuya llave controla, seguramente, el más fiel de los locatarios o quien proporcionalmente puso más billete para su construcción, y tiene una vela votiva encendida todo el tiempo. O el que alrededor de la virgen tiene algunas figurillas del niño Jesús, Juan Diego y San José, amén de las fotografías tamaño infantil, pasaporte o diploma de los familiares que más riesgo pueden correr en sus oficios y, claro, no falta tampoco el altarcito a la Santa muerte, acompañado de Malverde, el santo patrono de los amantes de lo ajeno, siempre lleno de flores blancas y rojas.

La paradoja de la inseguridad social aquí se vive claramente. Mientras con el paso del tiempo las callejuelas se han vuelto más oscuras y peligrosas, aquellos lúgubres pasillos que parecían destinados a desaparecer, pues suponían ser un hervidero de ratas, ahora son apacibles centros de comercio bien iluminados, limpios y hasta protegidos por la hagiografía más diversa, producto de nuestra superstición múltiple. En 20 años el olor a almizcle fue sustituido por el incienso, y los borrachos se volvieron microempresarios soterrados en ese reducto urbano para demostrar que la ciudad de la esperanza también florece bajo tierra.

Hasta la próxima.